Miguel Calzada

¿Por qué lo llaman contenidos cuando no saben lo que dicen?

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El término medio existe. Me lo han contado. Está ahí, por alguna parte, donde habitan las personas mesuradas.

Por ejemplo, el término medio frente a la respuesta «¿en qué trabajas?».

El terreno de la sensatez entre el ramplón «trabajo en Internet» y el pedante «concibo experiencias digitales integrales que colmen las necesidades del usuario«.

Lo llaman «contenido«. La palabra tiene varias acepciones según la RAE, pero estas son las dos más importantes:

  1. Que se conduce con moderación o templanza
  2. Cosa que se contiene dentro de otra

portablepaellamealsinjar_0_mainObviando la primera acepción (que sí, que seguro que existen las posiciones de centro), la segunda nos lleva de cabeza hacia lo que se esconde tras el uso intensivo de la palabra «contenidos». Es decir, el continente.

Entre la gente que trabaja en Internet (ese no-lugar de personas desmesuradas), es frecuente escuchar frases como esta:

«Ya está todo hecho, solo faltan los contenidos».

Traducido: el continente está preparado para recibir contenidos que le doten de sentido. Hablando en plata: la página web funciona pero está vacía. Por favor poned algo que no sea Lorem ipsum dolor sit amet (y aun así, son infinitos los casos de webs lorem-ipsum que, sin saberlo, rinden homenaje a Cicerón).

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Frente al mito de la hipertextualidad perfecta, lo que tenemos en realidad es una red de redes vacía, sin apenas peces que llevarnos a la boca, con una serie de recipientes construidos independientemente de los contenidos, como si lo que va dentro fuese lo de menos. ¿Qué fue primero, el vino o la jarra? En algún sitio se oculta la cordura, seguro.

Una maraña esquizoide que sería incomprensible de no ser por el buscador de Google, auténtica puerta de acceso y llave para los significados, pese a quien pese y por muy ciertas que sean las numerosas teorías de la conspiración.

Llenemos pues de significado esa Internet de la que todos hablan, esos 1.220 millones de webs (y subiendo).

Hay otras tantas maneras de hacerlo, y probablemente exista un término medio entre los anuncios de alarga-tu-pene y el Nobel de la Paz que se reclama para Mark Zuckerberg o para Julian Assange según el pie del que cojees (al primero le invitan al Foro de Davos y el segundo está en busca y captura, que cada cual se posicione).

jehovaEn el nivel más bajo de la sutileza están los espacios publicitarios estáticos, llamados «banners» porque significa estandarte militar en inglés y pretenden avasallar a los compradores. Están los publirreportajes, que recuerdan a las azafatas con bandejitas de queso en el pasillo del supermercado. Las FAQs o preguntas frecuentes, que pueden llegar a ser un brillante catecismo. Las gamificaciones, con un tufillo a Testigos de Jehová que te entregan un folleto con una pregunta («¿Quieres sobrevivir tras el fin del mundo?«) y una doble opción de respuesta (Sí, quiero / No, prefiero perecer) y contestes lo que contestes te marchas con una Biblia bajo el brazo.

Están las infografías y los vídeos y los foros… pero hemos vuelto a caer en la trampa y estamos hablando otra vez de continentes en lugar de contenidos.

¿Qué quieren decir cuando dicen contenidos? No lo saben ni ellos. Puede ser todo y nada. En puridad, el anuncio de alarga-tu-pene es un contenido tan respetable como el que más, con una línea editorial que no necesariamente debe ser pésima. Qué demonios, una carta nigeriana podría intentar emular a «Las amistades peligrosas» y los youtubers imitar más a Godard que a Anne Igartiburu.

Y después (o antes, según se mire) está el periodismo. Lo que ha quedado del periodismo debería llenar buena parte de ese Internet vacuo que está tomando el control de nuestras vidas. Nos han contado que existen pestes como «la agonía del papel» o «la cultura del todo gratis», pero nada de esto es el problema y lo sabemos. La realidad es más prosaica, es la crisis de la publicidad.

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Tanto tiempo dando la matraca con los anuncios (por la tele, por la radio, por los banners) provoca que aprendamos a ignorar cada vez mejor. El anunciante insiste porque, hey, si lanzo un millón de anzuelos al menos uno picará. Con esa ratio no hay más remedio que dedicar muy poco tiempo y esfuerzo a hacer los banners y a redactar las cartas nigerianas. ¿Alguien alguna vez se ha alargado el pene debido a un anuncio? No importa. Con uno al año que acepte ya está amortizado todo el negocio.

Y si al periodismo le fallan los anuncios, ¿quién paga los salarios? Existe la posibilidad de la autogestión (micropagos, suscriptores), que por definición acaba siempre limitada a pequeños ámbitos, nichos exquisitos. Existe la posibilidad de la revolución (que las telecos compartan la tarta: Internet no es gratis porque ellos cobran el acceso), que por definición ha quedado pospuesta para pasado mañana.

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Alguien tiene que pagar por los contenidos, y si no lo va a hacer el que los consume tendrá que ser el anunciante de turno o un improbable filántropo. Si te sale gratis, es que ya te han vendido algo. ¿Es esto necesariamente malo? Depende de lo que te vendan.

El buen juicio aconseja ir hacia ese término medio que seguro que existe, sin duda, me lo han jurado. Pero yo solo veo o muy poco tiempo y mucho banner obsceno, o un río de dinero que entra por otras vías y permite tener paciencia para ser sutiles.

Y aquí es donde no podemos permitirnos seguir siendo tan ingenuos. ¿Estamos dispuestos a aceptar esa sofisticación que, sin duda, va a llegar? Vendrá acompañada de un aumento de la calidad media… aunque esto funciona un poco como las estrellas Michelin, te dan un par y ya está, ya eres excelente, sin que los espectadores hambrientos consigan apreciar la tramoya.

Los anuncios serán cada vez mejores porque desaparecerán. Serán historias, novelas, series de televisión, reportajes en los periódicos. No te venderán nada pero te inocularán ideas, lo están haciendo ya. Detrás no hay una tremenda teoría de la conspiración, sino profesionales de lo suyo (¿y tú en qué trabajas?) a los que hay que pagar un salario.

Podrán venderte una posición política o espinacas (es lo que hacía «Popeye«, unos dibujos animados excelentes pagados por la asociación estadounidense de horticultores). Podrán venderte un estilo de vida (la guerra fría la ganó Hollywood) y, si lo hacen bien, no te van a avasallar. Te van a convencer. Podrán incluso olvidarse ellos mismos de lo que están vendiendo (¿cuántos neumáticos se venden gracias a la Guía Michelin?).

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Debe haber un término medio, eso dicen. Un punto de equilibrio entre la tecnofilia exacerbada de Steve Jobs (oh Capital, ven y hazme tuya) y el lamento del amargado que finge descubrir ahora la existencia del dinero y sus tentáculos.

Sursum corda, queridos conspiranoicos. Sí, es cierto, existen grandes corporaciones que manejan el destino. Yo no me lo creo, pero dicen que hay una tercera vía entre Wall Street y las cuevas de Tora Bora. Dicen que el futuro puede ser brillante… ¿o cegador?

Frente al mito de que la tecnología es muy rápida, la realidad es que acabamos de darnos cuenta de que Internet está vacío. Hay que llenarlo. Hay trabajo.

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