Miguel Calzada

Madrid, Juan Madrid

Se llamaba Juan y vino de Málaga a la capital para conquistarla, para ser escritor. Lo primero que hizo fue cambiarse el apellido: se llamaría Madrid, Juan Madrid. Y aquella ciudad inmensa y oscura no la conquistaría él sino el protagonista de sus novelas, Toni Romano, ex boxeador, ex policía, detective privado.

En los libros de Juan Madrid, yonquis, confidentes y secretas deambulan por los alrededores de La Oriental, una tienda de dulces en la plaza del Dos de Mayo. Dentro Toni Romano toma café con leche. La pastelería cerró a finales de los ochenta. Ahora se llama Malabar, no tienen churros y sus dueños no saben nada de La Oriental. Por fortuna, las lámparas tienen más memoria que ellos: tienen forma de bolas de chupa-chups.

«Por la plaza había grupos de chicos y chicas jóvenes. Parecía un hormiguero. Pedí un café con leche y me distraje fumando y viendo a la gente a través del cristal. A uno se le suele olvidar que también fue joven» (‘Un beso de amigo’, página 108).

Toni Romano no está en el trabajo. Hace años que tiraron abajo las oficinas de Gerardo Draper, rácano especializado en líos de faldas, para construir en su lugar pisos de lujo. Pero llegó la crisis y ahí sigue el solar de Fuencarral 57.

El padre de Toni Romano trabajó de limpiabotas en la Cervecería Alemana de la Plaza Santa Ana, que es de las pocas cosas que siguen en el mismo sitio y con el mismo camarero. Jesús recuerda perfectamente a los dos limpiabotas que ha tenido el local. El primero «fue chófer del torero Luis Miguel Dominguín». El segundo «tuvo un hijo que le salió rana». Toni Romano anda cerca…

«Lo recuerdo borracho con un vaso de vino en las manos. Cuando me veía lo más que decía era: ‘Siéntate ahí y no molestes’. Me sentaba en una silla y miraba de reojo a mi padre preguntándome qué habría hecho yo de malo para que mi padre me odiara tanto» (‘Cuentas Pendientes’, página 115).

Pero si hay un lugar de Madrid en el que encontrar a Toni Romano ése es la plaza del Dos de Mayo. El quiosco de Paco ya no está, casi todos los bares han cambiado de nombre y Malasaña ya no es lo que era («el turismo y lo posmoderno lo están jodiendo todo»; ‘Adios princesa’, página 245). Pero llega la madrugada y las luces aún brillan:

«Nadie sabe de dónde vienen y hasta sus nombres y apodos son inciertos. Aparecen durante la noche y, semejantes a sombras, viven en calles que delimitan extraños mundos que son tan improbables como sus caras o sus cuerpos. Nadie las ve durante el día, como si la luz del sol les hiciera daño. Vi a la Dientes y a Carlota la Banderillera al final de San Marcos, y a Lola y a Zapatillas de Raso paseando por la calle Válgame Dios, junto a otras que no conocía, vagabundos supervivientes del último invierno, soplones, macarras de putas de diez euros, maricones y sombras de personas» (‘Un beso de amigo’, página 40).

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